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Sylvia y yo trepamos al yate Acarey a las nueve de la noche. Sylvia y yo estamos sentados en la tercera cubierta. Quiero encontrarlo. Virgilio y yo caminamos rumbo al pedestal en forma de ola que sostiene a la Diana Cazadora. Es el primer recuerdo que tengo de la narcoviolencia en Acapulco. Virgilio es periodista; trabaja en medios impresos y ha escrito un par de libros. Cualquiera, por supuesto. Cruzamos Acapulco desde la Costera, pasando por el centro, hasta la periferia situada en las lomas al Oriente, donde se unen los accesos al puerto que vienen del estado de Morelos y de la Costa Chica.
Acapulco cuenta con una suerte de amurallamiento natural hecho de cerros. Incluso algunos de los barrios elevados y otrora bien avenidos —por ejemplo Mozimba, al poniente, o la Bonfil, cerca de donde estuvo alguna vez la residencia del cantante Luis Miguel— son ahora focos penetrados por la narcoautoridad.
Nadie nos para. Al poco rato, ambos tenemos las camisas empapadas de sudor. Aprovechamos para tomar un poco de aire. Sospecho que conversa con una mujer: sus ademanes y el tono de su voz lo delatan. Luego te traigo un libro suyo. De nuevo descendemos por calles desiertas y buscamos una tienda de abarrotes donde comprar cerveza. Fue despedido de inmediato. No de recepcionista y mucho menos de bellboy : fue nombrado gerente de reservaciones. Era O nunca. Es cierto que una no es lo mismo que la otra, pero existe entre ambas una correspondencia significativa.
Hoy los terrenos donde estuvo ese lugar se han convertido en una morgue de autobuses. Los nuevos patrones de ahorro y consumo golpearon de lleno la movilidad social. Segundo: el ramo hotelero es inconstante. Desde que los nuevos capitanes de la industria tomaron las riendas, Acapulco se ha vuelto un remate de bodega.
Tal vez el principal afectado sea el operario de a pie, que acostumbraba vivir de las propinas y ahora tiene que lidiar con un tipo de turista bastante menos generoso que el de antes. No, gracias. Es esto lo que busco y no puedo encontrar ahora.